jueves, 2 de julio de 2015

LA EXCLUSION SOCIAL. EL MUNDO DE LOS EXCLUIDOS AL DESCUBIERTO


LA EXCLUSIÓN EN EL CAPITALISMO CONTEMPORÁNEO

Juan Grabois, Abogado argentino, miembro de la coordinación nacional de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP).

­­­­­­­­­ALAINET, Edición 505 (junio 2015), ECUADOR

 1.- La exclusión como experiencia histórica

Mi generación nació con la “transición democrática” latinoamericana. Democracias mutiladas por el Plan Cóndor y el exterminio de miles de campesinos, obreros, estudiantes, militantes populares que enfrentaron la bestia capitalista, anhelando la justicia social y la emancipación de sus pueblos. Democracias con olor a derrota y privatización, entrega y saqueo, transa y corrupción. Conocimos el fariseísmo político en su grado superlativo y a los que, parafraseando al Che, ya no llevaban a los pobres ni a la patria en el corazón para luchar por ellos sino en la lengua para vivir de ellos.

Mi generación creció sumergida hasta el cuello en la obscena frivolidad de los noventa, desfachatada y exhibicionista, que no rindió a la virtud siquiera el vano tributo del disimulo. El fin de la historia se imponía con la soberbia estridente del Imperio triunfante, ahogando el grito de los muchos que caían en el desempleo y la desesperanza o, más bien, pisoteándolos. El individualismo hedonista se instalaba como cultura hegemónica y hasta la rebeldía se encuadraba dócilmente en las grotescas reglas del marketing. El mercado inundaba a los pueblos con espejitos de colores y, para los más exigentes, ofrecía experiencias artísticas, culturales, ideológicas y religiosas a la carta.

Mi generación nació a la conciencia a medida que descendía círculo a círculo por el infierno de la exclusión. Vio a sus papás perder el empleo y no encontrarlo nunca más. Vio a sus mamás salir a buscar carcasas de pollo por los almacenes para llenar la olla. Vio la peste de las drogas, la depresión y el alcoholismo destruir familias y segar vidas hasta que se hizo parte del paisaje. Lo sufrió en su propia carne en la villa y el barrio obrero; o la de su hermano, al que veía revolver la basura en busca de restos de comida desde la ventana enrejada de un hogar de clase media muerto de miedo por la “inseguridad”.

Mi generación conoció un proletariado que ya no podía siquiera vender esa mercancía que, decían los libros, era la única que poseía: su fuerza de trabajo. Vio las cadenas de la explotación sustituidas por los muros de la exclusión. Vio la sórdida tristeza del desamparo convertirse en violencia cotidiana, sin sentido que –entre tiroteos, pasta base y gatillo fácil– diezmaba la pibada de los barrios populares ante la mirada complacida del poder.

Mi generación se forjó en la lucha cotidiana por trabajo, dignidad y cambio social, sin maestros ni manuales, entre las ollas populares de los hambreados, los piquetes de los desocupados, los bolsones de los cartoneros, los asentamientos de los sin techo, los acampes obreros que buscaban recuperar las fábricas quebradas, las barricadas de los campesinos enfrentando desmontes, las comunidades indígenas defendiendo el territorio. Vio crecer, despacito y con paciencia, en el trabajo, la organización y la lucha, una nueva resistencia.

Mi generación es hija de esta experiencia histórica. Conoció una faceta totalmente distinta de la injusticia social. No conoció la rutinaria explotación de la fábrica como símbolo de dominación. Dejó la sangre de sus jóvenes en el grito ahogado por un puesto de laburo, un pedazo de tierra, una casa de chapa, un bolsón de comida o un subsidio de miseria. Puso el cuerpo en las luchas de Chiapas, Seattle, Génova, Caracas, Buenos Aires, Cochabamba, Oaxaca, pero fundamentalmente, en la lucha por el pan de sus hermanos.

2.- La muralla de exclusión

El Papa Francisco caracteriza al orden socioeconómico mundial como un verdadero “culto idolátrico al Dios Dinero”. La globalización de esta nueva religión impuso a escala planetaria su mandamiento único: “obtendrás la máxima ganancia”. Gobiernos y poderes económicos erigieron en honor una muralla invisible que divide la humanidad entre integrados y excluidos, los iniciados en los rituales de producción-consumo adentro, y los que son únicamente material de descarte afuera. De un lado y del otro existe la desigualdad, la injusticia y la alienación pero los que están adentro gozan de cierta protección, comodidades, seguridad y derechos; los parias, en cambio, han de perder toda esperanza y arreglárselas como puedan. La perspectiva elemental de acceder a la tierra, el techo y el trabajo no existe más para ellos.

Desplazados del campo primero y expulsados de las fábricas después, los que viven del otro lado de la muralla ya superan numéricamente a los “ciudadanos plenos” en muchos países del mundo. Se cuentan por millones los hombres, mujeres y niños que se ven forzados a ganarse el pan “al costado del camino”, en condiciones de extrema precariedad, en labores insalubres, sin protección legal, sin papeles migratorios. Las conquistas del movimiento obrero pasaron a ser patrimonio de una fracción reducida de los trabajadores –los que quedaron adentro–. En África, Asia y América Latina, la informalidad laboral afecta a más del 50% de los trabajadores ocupados (Cf. OIT). Las cifras en los países centrales aumentan vertiginosamente, con un altísimo nivel de trabajo basura, temporario, trabajo part-time y un rampante desempleo juvenil que en España y Grecia, por ejemplo, rozan el 50% (Cf. OCDE). Las desigualdades al interior de lo que conocimos como “clase trabajadora” se agrandan y dividen a los que deberían permanecer unidos: los trabajadores.

En el mismo sentido, los asentamientos informales van convirtiéndose en el hábitat predominante de la humanidad: son más de 200.000 en el mundo, albergan entre 1300 y 1500 millones de seres humanos y reciben al 75% de los migrantes, refugiados o desplazados (Cf. UN-HABITAT). El contraste de este paisaje con la suntuosidad de los núcleos urbanos enriquecidos no puede más que dar la voz de alerta sobre la inmoralidad de este orden de cosas y del riesgo permanente para la paz social que trae aparejada semejante inequidad. En ocasiones, las murallas dejan de ser invisibles para transformarse en sólidas barreras físicas como las que separan los Country Clubs de las Villa Miseria, Israel de Palestina o México de EEUU.

Esta “economía que mata”, lejos de poner los avances de la ciencia y la técnica al servicio de la dignidad humana, los utiliza para agregar nuevos ladrillos a la muralla. La robótica y la biotecnología aplicadas exclusivamente para aumentar ganancias reduciendo costes laborales arroja a los hombres a una nueva clase desposeída, no ya de los medios de producción sino incluso de la mera posibilidad de poner su fuerza de trabajo a disposición del capital, pues “no son solamente explotados sino sobrantes y desechables”, como dice Francisco. Estos hermanos nuestros, después de excluidos, son re-utilizados como materia prima de la “industria del descarte”4 y se les exprime hasta la última gota de sangre en esa verdadera “picadora de carne”, esa “fábrica de esclavos” del trabajo sin derechos. La muralla no marca los límites de la soberanía del Capital: afuera también gobierna, tiránicamente, el Dios Dinero.

El desacople entre variables poblacionales (crecimiento demográfico, flujos migratorios) y socio-territoriales (distribución poblacional, posibilidades de empleo) llegó tan lejos que sus causantes lo ven hoy como principal amenaza para la “estabilidad” social. Es que la multitud de excluidos ejerce una constante presión sobre el muro. Tal vez por eso hoy reverdece una amplia variedad de teorías neo-maltusianas, algunas más sutiles, otras más explícitas, que en última instancia pretenden responsabilizar a los pobres de su propia situación y hasta planificar científicamente su exterminio. No es osado decir que el hambre, el narcotráfico, la muerte de miles de migrantes, las pandemias evitables, los “espontáneos” brotes de violencia tribal, la indiferencia frente al sufrimiento humano más descarnado, son formas de terrorismo de Estado por omisión, plagas que se permiten, se promueven e incluso, se planifican.

El hecho social de que en este sistema hay personas que sobran se eleva a la categoría de verdad natural. Sin embargo, la exclusión no es producto de la naturaleza ni de una fatalidad histórica. No es el resultado de un exceso de población, de limitaciones territoriales o de escasez de recursos. La muralla no se levanta sola. Las tesis maltusianas son una vil mentira que apunta a mistificar la muralla y justificar un verdadero plan de exterminio contra los pobres. En el capítulo XXIII de El Capital, Marx explica en términos de ciencia económica una obviedad desde el punto de vista del más básico humanismo moral: no existe la superpoblación en términos absolutos, sino tan sólo en relación a las necesidades mezquinas del capital, es siempre “relativa”. Desde el punto de vista popular, por ejemplo, podemos denunciar una verdadera superpoblación de plutócratas aunque sean tan sólo un puñado de familias (¡repartiendo la riqueza de tan solo 85 familias se duplicaría la de 3.000 millones de pobres!)

Con todo, en el pasado, los sobrantes integraban una suerte de “ejercito industrial de reserva” que era útil porque ofrecía brazos cuando crecía la producción y mantenía la presión sobre la oferta de trabajo inhibiendo las demandas salariales. Hoy las cosas parecen haber cambiado. Así lo percibieron distintos pensadores del llamado tercer mundo. José Nun, sociólogo argentino, desarrolla el concepto de “masa marginal”. Sostiene que en una fase financiera y monopolista, digamos Imperial, el Capital crea una categoría poblacional que no forma parte de ninguna reserva, es población que no resulta funcional al proceso de acumulación capitalista; por el contrario, puede convertirse en una seria amenaza a su estabilidad, en una “clase peligrosa”, al decir del economista británico Guy Standing. Frei Betto califica con cierta ironía a los compañeros de este sector como “pobretariado” y lo considera el sujeto social más dinámico de esta etapa histórica.

El sistema se enfrenta hoy al desafío de gestionar los “residuos poblacionales” que arroja extramuros y reforzar sus defensas, para que no intenten cruzar. Lo hace a veces reprimiendo, a veces arrojando algo de asistencia social. En algún punto, tanto el control policial como cierto asistencialismo “figura entre los faux frais [gastos varios] de la producción capitalista, gastos que en su mayor parte, no obstante, el capital se las ingenia para sacárselos de encima y echarlos sobre los hombros de la clase obrera y de la pequeña clase media”.

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