martes, 17 de mayo de 2011

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TURBAS Y PODER EN EE.UU.

Richard Broderick
CounterPunch

En su obra maestra, Masa y Poder, Elías Canetti propuso que uno de nuestros temores primarios es el contacto no deseado con extraños. En sitios públicos, observó, que el hecho de que nos toquen, nos empujen o incluso que nos rocen puede provocar algo parecido al pánico.

En un mundo cada vez más urbanizado una fobia semejante puede paralizar (y en el caso de algunas personas es así) a falta del mecanismo psíquico que Canetti también propuso que poseemos y que compensa ese temor primario al permitir que nuestro sentido de identidad se disuelva, fundiendo a los extraños alrededor de nosotros en una persona colectiva.

En sus formas positivas este mecanismo de defensa es responsable del fenómeno de multitudes bien dispuestas en eventos deportivos y a lo largo de rutas de desfiles. En su manifestación destructiva este mecanismo de defensa es el impulso que lleva a la repentina e imprevisible formación de turbas.

Durante la mayor parte de la historia, las turbas se han formado espontáneamente, disipando su energía una vez que logran su objetivo inmediato de destruir propiedades y/o matar a seres humanos, para desbandarse luego con la misma rapidez con la que se formaron.

Pero una de las advertencias más aleccionadoras del siglo XX es el descubrimiento de que, dadas las circunstancias apropiadas –la aparición de hábiles demagogos, el control de los medios masivos por esos demagogos– es posible generar una mentalidad estable de turba y dirigir su energía demoníaca hacia objetivos específicos, infernales. Las ciencias políticas ofrecen numerosas definiciones de fascismo, pero ninguna nos parece definitiva. Es porque el fascismo no es solo una ideología política, no es solo el producto de un desvío de la razón.

El fascismo es, esencialmente, la nación Estado moderna como régimen de la turba, con una mentalidad nacional de turba constantemente estimulada por el Estado mediante ataques retóricos inflamatorios dirigidos contra chivos expiatorios: judíos, negros, inmigrantes, homosexuales, socialistas, musulmanes o cualquier otro grupo que por casualidad lleva el estigma de El Otro en una cultura determinada.

La utilización intencional por el fascismo del mecanismo de defensa que impulsa la formación de multitudes explica el encanto del fascismo, por lo menos para algunos, que es la oportunidad de desahogar el sentido aislado, individual, de sí mismo, al identificarse totalmente con la emocionante energía colectiva del “Volk” [Pueblo] Es la dinámica que hace que el fascismo, cualquiera sea su nombre, sea irremediablemente irracional y destructivo.

En su discurso de la semana pasada ante personal militar, Barack Obama anunció que el asesinato selectivo de Osama Bin Laden reflejó: “La esencia de EE.UU., los valores que nos han definido durante más de 200 años” y que, además, esos valores son “más fuertes que nunca”. Tenía toda la razón, aunque no de la manera que se proponía. El modo que se utilizó para asesinar a Bin Laden refleja por lo menos una caída de los valores estadounidenses, como lo hizo, de un modo aún más dramático, la depravada celebración que estalló después del asesinato en ciudades y en campus universitarios en todo el país.

De la ejecución extrajudicial de un enemigo deshumanizado a la elección de “Gerónimo” como nombre de código para Osama Bin Laden, a estos estallidos de júbilo, el asesinato del "hombre más buscado del mundo" ciertamente tienen que ver con esos valores estadounidenses responsables por la historia de violento racismo, imperialismo, represión, militarismo y casi genocidio de los indios del país.

Y esas celebraciones posteriores al asesinato no fueron análogas a la demostración de alivio y alegría que acompañó el fin de la Segunda Guerra Mundial. El exterminio de Bin Laden no salvó a millones de estadounidenses de la perspectiva de irse a combatir a una guerra global o de la perspectiva igualmente horrenda de ver a un hijo, esposo o hermano de camino al frente.

El asesinato de OBL no terminó nada, excepto con su vida. Las celebraciones no tuvieron que ver con victoria. Tuvieron que ver con la muerte. Fueron celebraciones de la muerte. Esos bailes en las calles actuaban siguiendo su propia versión del grito de guerra fascista durante la Guerra Civil Española: “¡Viva la muerte!

Todavía no es la hora de los chacales en EE.UU., pero no se necesitará mucho para precipitarnos al abismo. Otro gran ataque terrorista contra la “Patria”. Otra crisis financiera del tamaño de la más reciente, que podría producirse fácilmente si no se aumenta el límite de la deuda federal. La aparición en escena de un hábil demagogo con capacidad para organizar un movimiento de masas y una sed inquebrantable de poder político.

Ahora mismo, incitada por demagogos derechistas que ya están entre nosotros y financiada por multimillonarios derechistas que conspiran en sitios no revelados, la turba estadounidense agita su puño colectivo y pide a gritos venganza y sangre con una gutural voz colectiva.

¡Viva la muerte! ¡Y viva la muerte de la democracia!

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